Como todas, crecí leyendo cuentos de hadas en los que la princesa encontraba a su príncipe y comían perdices (nunca entendí por qué comían perdices, para el caso, cualquier princesa, hubiera preferido comer bombones o sánguches de miga, pero bueh).
Y eso no es todo, la cosa se pone peor.  Vivo mi adolescencia mirando novelas en las que todos los personajes son igualmente bellos y delgados, con pieles de porcelana y peinados de peluquería hasta cuando recién se levantan, y se la pasan encontrando al amor de sus vidas varias veces por temporada.
Más adelante, me hice adicta de las comedias románticas, y mi cabeza se llenó de estereotipos: hombres perfectos como Jude Law en “El descanso” y chicas lindas e inteligentes como Drew Barrymore en “Letra y música”, que se encontraban en las circunstancias más ridículas y terminaban juntos y felices por siempre, con beso en un día de sol y violines de fondo. Hasta Bridget Jones, gordita, borracha y fumadora empedernida encontraba a su Mark Darcy soñado.
Pero los cuentos, las novelas y las películas son simplemente eso: historias. Entonces, lo que me da miedo es que el príncipe azul que tanto busca sea solo una fantasía, y que yo me quede sola por esperar algo que en realidad no existe. Porque, seamos honestas, el único hombre de azul con el que interactúo es el de vigilancia que cuida la zapatería.
Y ahí es cuando pienso. ¿No se merece lo mejor? ¿Por qué conformarse con menos? ¿Existirá el hombre perfecto? Ay, ojalá que sí.